jueves, 25 de abril de 2019

Desde la cama de un hospital



No quiero hacer uso de recursos poéticos estúpidos para describir el desastre que dejó al irse, pero es lo único que aún es completamente mío.

Si digo que me tiré a llorar en cama todas las tardes por un mes entero no hace justicia al desgarro que sentía en el alma al saberme lejos de él, estar consciente de que alguien más gozaba del sonido de su risa y que yo jamás la volvería a provocar. Por eso hablar del dolor de garganta y los ojos hinchados es decir muy poco.

Mi voz sonaba completamente ajena a mí, desconocía la persona detrás de mis cuerdas vocales, papel de lija en mi tráquea cada vez que intentaba pedir auxilio y aquel grito de terror que emanaba desde mis entrañas chocaba endeble contra mis dientes.

Me hubiera sacado los ojos con una cuchara para no llorarle más, pero entonces lo único que vería en la oscuridad de mis cuencas sería su maldita sonrisa retorcida, esos ojos que taladraban mis huesos y sus manos... sus asquerosas manos que eran jaula a mi fragilidad de pájaro que murió sin saber volar.

Y después están las sesiones de llantos en viejas catedrales y plazas repletas de personas sin rostros. No estaba en mis planes interpretar el papel de la imbécil que se enamora de un cabrón que le rompe todo, menos los complejos. Lloré como una niña a la que se le había caído el caramelo, pero juro que me lo hubiera metido a la boca de nuevo aunque estuviese lleno de mierda... ¿por qué no lo hice? Me alegro de no hacerlo. Mentira. Pero me alegraré cuando logre desintoxicarme de su saliva.

Me obligué a odiarle en todos los rincones de la ciudad en los que me enamoré de él. La peor inversión de mi vida. Me odié en todos los rincones que más me gustaban, me hice daño de 184 formas diferentes; una por cada centímetro de mi vértigo. 

Rechacé las miradas de compasión a mi carne mutilada. No quiero explicar, ni pretendo que alguien lo entienda, que me tuve que extirpar las venas para no sentir su pulso bajo mi piel. Usé mis muñecas como cenicero para no romantizar jamás el tabaco en mis pulmones, ya no recuerdo cómo era respirar aire limpio.

Me corté el pelo por no cortarme la cabeza y seguía pesando. Lo odié. Lo vi crecer con impaciencia y repulsión… y cuando me empezó a morder los hombros lo volví a cortar. ¿Qué tengo que amputarme para no sentirle dentro? Quise cambiar todo de mí, empezando por mi aspecto, no ver en el espejo a su idiota perfecta, su víctima por voluntad propia. Entonces un monstruo creció en mis entrañas y yo quise pretender esconderlo debajo de la cama, pero ya ni esa me pertenecía.

Sufrí una enfermedad sin riesgo de contagio con las ganas de convertirme en plaga para no sentir la frialdad del suelo en mi espalda, para por una vez tirar la cabeza de lado y descubrir que no estaba sola, que alguien más había sobrevivido su guerra. Pero cuando volví a abrir los ojos seguía sola en una sala de espera abandonada.

Por fin un día, me levante del suelo donde me dejó. 

Descubrí mis músculos atrofiados, el más dañado quizás, una válvula en el pecho con ritmo casi nulo que se hacía llamar mi corazón. Aprendí a caminar, volví a aprender a caminar, arrastrándome con la cabeza en el barro, levantándola solo para coger aire y seguir. 
Recordé cómo usar mis manos para otra cosa que no fuese dañarme, me obligué a soltarme el cuello, a acariciarme la piel, a abrazarme las costillas.

Me envuelve una sensación de soldado, no sé en qué frente peleé, ni por qué… pero sobreviví, le sobreviví. Miro cómo me crece el cabello, me reconozco frente al espejo, redescubro mis pulmones. 

No vale morir en su mierda de lucha.
 

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